Hubo una vez,
en la que una laguna salada en término municipal de Chiprana estaba rebosante
de vida, las más de cuarenta hectáreas de superficie estaban cubiertas por
agua, principalmente las aportaciones de agua subterránea, la lluvia y la que
se escapaba de los riegos de Civán hacían que la laguna mantuviera un nivel de
agua óptimo para ser considerada como una joya.
En sus aguas
vivían las sirenitas, y especialmente una combinación de bacterias que
sobrevivían en un ambiente hostil, semejante al que se dio hace tres millones
de años en el planeta Tierra, ausencia de oxígeno, y que formaban los
denominados “Tapetes Microbianos”.
Hubo un
tiempo, en el que la cátedra de
limnología de la Universidad Autónoma de Madrid, vigilaba y estudiaba la
evolución de la cuenca fluvial, en el que una catedrática Mª Carmen Guerrero
dirigía los trabajos y en el que una alumna aventajada centró su investigación
para su tesis doctoral, Beatriz Vidondo, en esos tapetes microbianos.
La vida estaba
por doquier, tanto animal como vegetal, el tarro blanco criaba, el pato
colorado, la gaviota de patas amarillas, la reidora las cigüeñelas, los
andarríos, zampullines y otros animales, incluso se podían ver huellas de tejón
y nutria.
Eran tiempos
no demasiado lejanos, hoy han cambiado mucho las cosas, se está secando a
marchas forzadas, ya no hay animales, la Universidad Autónoma ya no viene a
estudiar tan singular enclave, huele mal, la mancha salina casi supera a la de
agua.
Por contra,
está señalizada, no se puede circular sin autorización, tiene centro de
interpretación, patronato, director.
Aquella laguna
que daba sensación de tranquilidad y paz, de silencio, aquella laguna está
desapareciendo, hoy la sensación es de inquietud.
Sigo
acercándome con cierta frecuencia sin traspasar los límites de las
prohibiciones, que son muchos, sigo viendo como visita tras visita el agua
siguen menguando, pero no puedo evitarlo, en mi recuerdo siguen aquellas
imágenes de no hace tanto tiempo cuando la laguna era algo vivo.
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